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domingo, 12 de octubre de 2014

El compañero secreto de Howard.


Howard era un niño tranquilo, sereno y muy tímido. Howard solía pasar sus recesos escolares bajo un árbol de abedules delgado y alto, y de una corteza tan blanca como sus dientes. Howard vivía en un pueblo llamado Neolaskana y en ese lugar los inviernos eran tan fríos que los abedules se confundían con el entorno lleno de nieve blanca y brillante.

Un día, Howard salió a comer su emparedado de pollo y su caja de leche con chocolate bajo su árbol amigo, cuando llegaron tres niños más grandes que él y lo patearon, lo golpearon y pisotearon su comida. Howard no entendía por que los niños eran malos con él, pues él nunca era malo con ellos. Él siempre trataba de evitar a los demás niños y todos trataban de evitarlo a él, pues decían que era raro y que su piel demasiado blanca y sus ojos demasiado grises no eran normales. Los niños creían que era un muerto viviente y según ellos, los muertos vivientes no sentían dolor. Pero Howard no era ningún muerto viviente y estaba completamente seguro de que lo qué sentía cuando lo golpeaban los otros niños, era mucho dolor. Y así fue como esa tarde de escuela, Howard se quedó hecho un ovillo junto al árbol, llorando y deseando poder vengarse en algún momento.

Otro día, Howard se encontraba caminando hacia su casa. Neolaskana era un pueblo relativamente pequeño y las distancias eran cortas y la inseguridad se limitaba solo a los adolescentes que pintaban los muros de los sitios públicos y a los alcohólicos que salían los domingos de madrugada a gritar sus penas en mitad de la calle. Pero aquella tarde en la que Howard, de solo nueve años, se encontraba caminado hacia su casa, otros niños en bicicletas lo arroyaron, patearon y salpicaron con el lodo que se formaba cuando la lluvia ligera de las tardes de otoño se acumulaba en los rincones de las calles. Howard sintió mucha pena, ira y vergüenza, y sintiendo una completa y absoluta impotencia, se tiró al piso mojado y enlodado, y lloró y lloró.

Howard no tenía hermanos mayores que lo defendieran y tampoco un padre que lo enseñara a pelear. Howard vivía en casa de su abuela, una anciana bastante amable y que era muy buena con todos en el pueblo. La gente la respetaba y nunca sospechaba que su pequeño nieto sufría abusos en la escuela o en la calle. Howard tenía una madre que gustaba de conocer hombres en bares y luego pasar la noche con ellos. Hacía ya tres años que él no la veía y ya comenzaba a olvidar los rasgos particulares que poseía el rostro de su madre. Recordaba el lunar debajo de su labio, cerca de la linea que cortaba su barbilla, y también la marca que ella tenía en su brazo derecho. Pero batallaba para recordar el color de sus ojos y la forma que tenía su cabello, como era el sonido de su voz y de que color se pintaba los labios. Básicamente, Howard estaba sólo y así era como se sentía: solo y sin nadie que lo ayudara.

Pero fue esa tarde de otoño, cuando los niños lo arroyaron, que Howard conoció a un amigo especial. Después de limpiarse las rodillas, secar sus lágrimas y sacudir su bolsa escolar, continuo el camino hacia la casa de su abuela y en el transcurso, vio a un niño igual de solo que él, quien se columpiaba en los juegos de un parque viejo y desgastado, al cuál la gente ya no iba. Había hiedra recubriendo los postes de los juegos y maleza que tapaba las bancas despintadas de concreto. Igual habían botellas de cerveza color ámbar e insectos que volaban o saltaban de aquí hacía allá. Lo que le llamó la atención a Howard, fue la peculiar ropa que aquel niño usaba y sintió mucha curiosidad de saber quien era. Aquel niño vestía una larga túnica color negro, que en contraste al entorno gris de Neolaskana, resaltaba tanto, como lo hacen  las estrellas en la noche.

Comenzó a caminar hacía el parque, sintiendo dudas de si seguir o parar ahí mismo. Una ve había ido solo a ese parque y a su abuela casi le da un infarto por que lo encontró jugando en el tobogán oxidado de aquel parque abandonado. Pero su incertidumbre iba apagandose con cada paso que daba y con cada centímetro que lo acercaba hacía aquel misterioso niño. Cuando menos lo espero, ya estaba parado a un lado de uno de los columpios descoloridos a un lado de aquel niño.

-Hola... -dijo Howard, no sabiendo si llegaría una respuesta.
-Hola.

La voz de aquel niño de negro era tan tierna e infantil como lo era la de Howard, pero había un cierto misterio que trascendía a pesar de sonar tan normal.

-Me llamo Howard... Howard Pinsky.

Howard se sentía extrañamente desprotegido en ese momento. No era costumbre suya presentarse así nada más ante alguien a quien no conocía. Pero aquel muchacho despertaba en él cierta confianza que incluso a el le sorprendía la facilidad con que las palabras salían de su boca

-Mi nombre es Todd -dijo el niño extraño- Sólo Todd.
-¿Me puedo sentar para jugar contigo, Todd?
-Claro, el parque es libre. Siéntate aquí, ese columpio esta roto y te caerás si lo usas.

Howard obedeció y se sentó en el columpio bueno, aunque el otro se veía igualmente bueno, aunque seguramente Todd ya lo había probado -pensó Howard- por haber estado ahí antes que él y por eso debía saber que no estaba bueno.

-Y... ¿dónde vives Todd? No vas a mi escuela, por que nunca te había visto.
-No, no voy a la escuela. Y vivo aquí, en el parque, por ahora.

Howard no supo como interpretar aquello. Pensaba que Todd le estaba jugando una broma y que su casa estaba cerca del parque y no que era el parque precisamente. Intentaba buscar un tema de conversación, algo que lo ayudara a entablar una platica larga o a conocer más de su amigo. Entre niños, creía el, eso era fácil. Los niños no se guardaban secretos. Y dentro de todo lo que pudo haber dicho, recordó algo que tal ve podría interesar a Todd. Recordó a su abuela y al delicioso aroma que inundaba su cada los jueves.

-Mi abuela prepara panqueques los jueves cuando llego de la escuela, ¿te gustaría ir a comer unos, Todd?
-¿Qué son los "panqueques"? -dijo Todd de forma tan natural y sencilla que Howard se sorprendió.
-¡No sabes que son los panqueques! Son unas cosas hechas de harina que son como platos espaciales y les pones miel y mantequilla. Mi abuela hace los mejores ¿tus padres te darían permiso de ir a mi casa, bueno, a la casa de mi abuela para comer unos? Te gustarían...

Todd no había volteado a ver a Howard en todo el tiempo desde que este había llegado al parque, sólo hablaba y la capucha que cubría su cabeza, ocultaba su rostro, el cual mantenía la mirada en algún punto fijo en el horizonte gris y no dejaba a Howard verle los ojos, o la boca cuando hablaba o sus expresiones. A diferencia de Howard, quien lo veía de soslayo o volteaba deliberadamente para intentar atraparlo observándolo mientras él miraba las agujetas manchadas de su viejos zapatos.

-Puedo ir contigo, no necesito el permiso de nadie en realidad. Ni de padres, ni de abuelos, ni de hermanos ¿Por dónde esta tu casa, Howard?

Se bajaron de los columpios, Howard un poco dolorido por la emboscada de los niños en las bicicletas y Todd con la túnica negra que no dejaba ver sus pies. Howard estaba algo ansioso y muy nervioso, nunca antes había invitado a un amigo a casa de su abuela y que ahora invitara a alguien a quien apenas acababa de conocer, era poco usual -o más bien, nada usual- en él. Al dar un salto de los columpios, una capa de esporas -de las plantas silvestres que ahí crecían- se levantó como una nube blancuzca que llenó todo el aire que los rodeaba. Howard se sintió divertido ante aquello y rió al ver las esporas volar sobre su cabeza. Sus ojos grises miraban el cielo vespertino teñirse de un naranja-violeta, y cuando bajaron de nuevo al nivel del horizonte, vio por fin el rostro de su nuevo amigo.

Todd era tan normal como lo era él. Tenía dos ojos, los cuales eran verdes como una hoja nueva en primavera, una boca que era delineada por delgados labios rosados, mucho cabello que se escondía bajo la capucha, pero que sobresalía en su frente y era igual de negro que su ropa, y lo más peculiar y también poco usual en un niño: Todd tenía varia marcas grises en el rostro, marcas de símbolos que para Howard eran extraños y a la vez despertaban interés, miedo y curiosidad en él. Todd era incluso más blanco de lo que era Howard y sus facciones eran sobrenaturalmente similares, pero no idénticas. Howard llegó a pensar incluso que Todd bien podría pasar por un hermano suyo, aunque el no tenía hermanos. Nunca los tuvo y nunca los tendría.

Caminaron hacia la casa de su abuela, la cual estaba cerca de las vías del tren. Una finca pintoresca, con una casa mediana color amarillo pálido y detalles blancos. En el frente había un corredor y un balcón, y varios metros de jardineras a medio terminar de las cuales nacían plantas de rosas de varios colores, y también tulipanes, una bougainvillea y tres pinos que se alzaban alto al final del terreno, y un bosque que lo rodeaba todo en el fondo, muchos metros lejos de la casa. Howard apareció sonriente y anunció su llegada. Todd permanecía tan callado y silencioso como un ratón.

-¡Abuela, ya llegué! -gritó el niño- viene un amigo conmigo, lo invite a comer panqueques.

Su abuela respondió desde el piso superior y la alegría se podía escuchar en su voz. Su nieto nunca había traído a alguien a la casa. Era una nueva etapa en su niñez y comenzaba a tener amigos con los quien compartir, pero al bajar se sintió tan confundida. Junto a Howard solo se plantaba la gris silueta de su sombra. No había amigo. No había nada y nadie. MarieAnn no quiso ser quien matara la ilusión de su nieto y con una sonrisa tierna y casi desdentada, le dijo a Howard que prepararía panqueques para ambos.

-¿Cómo se llama ese niño tan apuesto con el que vienes, mi cielo?

MarieAnn no miraba a nadie en realidad y no sabía a donde dirigir su mirada para dar a entender que se refería a alguien vivo, así que mantenía los ojos plantados en la harina con leche que mezclaba en un bowl junto con huevos y azúcar.

-Se llama Todd, Nany. Vive... cerca del parque viejo que esta por los graneros cerca de las vieja estación de tren.

MarieAnn Pinsky era una de las mujeres mas antiguas de la comunidad de Neolaskana. Había crecido cuando el apogeo del poblado era prospero y todo era novedoso y abundante. Neolaskana fue, en su momento, una rica y grande fuente de minerales preciosos, tales como oro y plata, y una que otra mina de diamantes y zafiros. MarieAnn vivió la locura de la fiebre de oro de aquella época, una época de alegría y dicha que prometían ser eternas. Su padre era dueño de una de las parcelas más grandes de Neolaskana y para suerte de su familia, una de las mas ricas en oro y ópalo. Alberth Pinsky vendía a empresas derechos y ganaba un 30% de todas las extracciones de minerales preciosos de sus tierras. La familia Pinsky se volvió pronto una de las familias mas ricas en muchos kilómetros a la redonda y en Neolaskana fue la familia con mas riqueza e influencia por muchos años. Alberth hizo crecer gran parte de su pueblo. Ayudo al ayuntamiento a construir calles, autopistas que conectaran a las ciudades con el pueblo, trajo tiendas de importación, se construyeron parques en casi todo el pueblo y gracias a él se inauguró el primer cine en aquel pueblo de mineros. El palacio de gobierno creció el triple de su capacidad original y la red de vías ferroviarias se conecto con el pueblo gracias a la inversión del gobierno y al sector privado, del cual Pinsky tenía más del 60%. Fue una época en la que MarieAnn vio los avances y el desarrollo de su ciudadela natal. Pero aquel manto de belleza y prosperidad sufrió un quiebre tremendo cuando aquellas reservas de minerales y piedras preciosas se agotó tan rápido como había llegado.

El oro que existió, la plata y las piedras preciosas, eran solo una delgada costra en la superficie de la tierra. Una nada en comparación con otras tierras mineras. El imperio Pinsky se vino en declive y junto con él, el pueblo entero. Otros hacendarios con tierras que poseían metales, prefirieron venderlas a las empresas mineras e irse de aquel pueblo pobre. Poco a poco Neolaskana se fue quedando vacía, sin almas que la habiten y con un hueco que aguardaba fantasmas en su interior.

Alberth Pinsky se fue quebrando poco a poco. Su esposa, Annabet y su hija MarieAnn se hundieron al mismo ritmo que el lo hizo. Y fue una noche de verano, tras haber bebido seis botellas enteras de whisky, que Alberth Pinsky se quitó la vida en el despacho de su mansión cerca del lago.

La destruida familia se quedó con las deudas. Annabeht y su hija tuvieron que despojarse de todos los lujos que en antaño tuvieron. Las telas finas, vajillas caras, alhajas y prendas de metales y joyas, tierras, ganados, granjas y la mansión fueron embargados en símbolo de las deudas con los bancos que Alberth había contratado. Solo una vieja casa cerca de la vías del tren fue todo lo que les quedó.

MarieAnn conocía bien todos los rincones del pueblo. Conocía a quienes permanecieron firmes en Neolaskana y quienes con el tiempo fueron llegando para soportar la nueva industria de fabricas de telas. Y sobre todo, MarieAnn conocía el pasado de aquel parque cerca de la vieja estación. Conocía lo sucedido ahí y sabía que, por mucho tiempo que hubiera pasado, aquel evento trágico seguía latente en el recuerdo del parque. Como si hubiera sido ayer.

- ¿Entonces Todd vive cerca del parque a-donde-no-debes-entrar, mi cielo?

En ese momento, Howard recordó que Nany, su abuela, le había advertido jamás volver a entrar a aquel viejo parque. Recordó que ella misma había dicho que cosas malas le sucedían a la gente que entraba en ese lugar. Fue entonces que Howard hiso algo que hacía mucho tiempo no había hecho: Howard le mintió a su abuela.

-Si Nany, Todd vive cerca de aquel parque. No se donde... ¿Todd, dónde vives exactamente? -le preguntó Howard al niño de la túnica.

MarieAnn mantenía el oído atento. Mientras derramaba porciones pequeñas de masa aguada en un sartén engrasado, escuchaba todo lo que su nieto hablaba aparentemente con alguien. Aunque ella sabia perfectamente que en esa habitación solo habían dos personas: ella y él.

- Todd dice que vive en la chosa que esta después de la vieja fabrica de hilo. La que esta cruando las vías. Dice que además sus papás ... -Howard guardó silencio por un momento que pareció eterno- dice que sus papás trabajaban ahí y que la choza fue donada a ellos cuando la fabrica cerró. Su papá era el guarda-llaves y su mamá la mujer que limpiaba. ¿Tu los conoces abuela? Howard dice que ellos te conocen a ti.

MarieAnn quedó pálida cuando escuchó todo eso. Era posible que alguien le hubiera contado a Howard de aquella choza o que incluso el mismo hubiera ido con algunos de sus amigos indeseables y busca problemas sin su permiso a esa parte del pueblo. Pero lo que no era lógico, era que Howard supiera que MarieAnn conoció a la gente que vivió ahí. Al hombre y a la mujer que vivieron ahí, y al niño que era su hijo.

Comenzó a sudar frío y sintió que los huesos se le helaban. Depositó tres panqueques en un plato color azul y se los dio a Howard. Él la quedó viendo extrañado y luego agregó.

-Nany, falta el plato de Todd.
-Lo siento mi cielo, aquí esta el otro plato. Por cierto amor, ¿quién te contó todo eso? Espero que me digas la verdad.

Howard la observó extrañado, le acababa de decir quien le había dicho todo eso. Volteó hacia su derecha, donde había una silla que a los ojos de MarieAnn estaba vacía, pero que en la mirada de Howard reflejaba la silueta bien definida y la piel pálida y marcada de un niño que se parecía a él.

-Me lo dijo Todd -contestó después de mirara a su amigo invisible- me dijo que tu conoces a sus papás, que su mamá solía venir a la casa para ayudarte con la ropa sucia cuando yo era muy pequeño.

MarieAnn le sonrió y lo dejó terminar los panqueques. Howard depositó uno en el otro plato, que era color verde e inició una platica amena con el vació a su derecha. MarieAnn se alejó un poco, con semblante preocupado y con un sentimiento fuerte de miedo.

Y mientras ella observaba a su nieto y al vació, vio como el panqueque en el plato verde desapareció sin más. Fue entonces cuando Howard dijo.

-Nany, dice Todd que tus panqueques están deliciosos.

Y una risita traviesa, que no era la de Howard, inundo la cocina de MarieAnn Pinsky.

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